DEL MARTILLO AL CLAVO: CUANDO LA CORRUPCIÓN CAMBIA DE BANDO Y LA CALLE TAMBIÉN

Hubo un tiempo —no tan lejano— en que marchar contra la corrupción era casi un acto de moda, un ritual urbano con camisetas verdes y luego negras, rostros conocidos, consignas correctas y selfies para la historia.

Era la Marcha Verde, luego la Marcha Negra, encabezada por una “sociedad civil” bien peinada, bien hablada, bien conectada, entre esos rostros estaba Yamileth Hazim, hija de Santiago Hazim,

entonces figura respetada, exdirector de Senasa, médico reconocido y símbolo —para muchos— de una ética pública que se proclamaba incuestionable.

Pero el poder es un boomerang, y la historia dominicana lo confirma una y otra vez: cuando de martillo te conviertes en clavo, el ruido duele distinto.

Hoy, Yamileth Hazim vive el reverso de aquel relato épico, las consignas que antes encabezaba, ahora apuntan hacia su propio padre, y no desde los mismos rostros ni los mismos espacios.

DEL MARTILLO AL CLAVO: CUANDO LA CORRUPCIÓN CAMBIA DE BANDO Y LA CALLE TAMBIÉN

La protesta cambió de escenario, de estética y de protagonistas, ya no fue la Plaza de la Bandera con los “popis” de siempre, esta vez fue el Palacio de Justicia de Ciudad Nueva,

y la calle habló con otra voz: raperos, comunicadores incómodos, colectivos populares, figuras como miembros del movimiento Somos Pueblo, Alofoke, Toxic Crow, y ciudadanos de a pie que no piden permiso para indignarse.

La imagen es potente y simbólica: la anticorrupción dejó de ser un club exclusivo, se democratizó la rabia, el pueblo llano tomó el megáfono, y eso incomoda.

La pregunta es inevitable, casi estridente:
¿Dónde están ahora los autoproclamados guardianes de la moral pública?

¿Dónde están los que gritaban “¡no más corrupción!” cuando los acusados eran “los otros”?
¿Dónde están los comunicados, los pañuelos, las marchas, los editoriales inflamados?

El caso que salpica a Santiago Hazim —con todo su séquito, sus silencios y sus explicaciones pendientes— ha sacudido fibras profundas. No solo por la magnitud de los señalamientos en Senasa, sino porque rompe el mito del intocable, del “médico bueno”, del funcionario que no cae. Y cuando cae uno de “los nuestros”, el sistema entero se pone nervioso.

Aquí no se trata solo de un expediente judicial, se trata de credibilidad moral, de coherencia,

de la diferencia entre luchar contra la corrupción como consigna y asumirla como principio, incluso cuando duele en casa.

Y como si el país no estuviera suficientemente irritado, aparece otra escena digna del realismo mágico criollo: Tony Peña Guaba, en medio del vendaval ético,

grabando un comercial navideño, copa de vino en mano, sentado en un sillón de lujo, reclinable, brindando sonrisas y “felices fiestas”, el contraste es obsceno. Mientras la justicia es cuestionada y la calle hierve, el poder brinda.

No es solo mal gusto, es desconexión, es no entender el momento histórico, es vivir en una burbuja acolchada mientras afuera la indignación camina descalza.

Lo que estamos viendo no es una simple protesta más, es un cambio de época, la anticorrupción dejó de tener dueños, ya a no responde a apellidos ni a ONG selectas. Ahora tiene barrio, tiene ritmo, tiene rabia acumulada.

Y tal vez eso sea lo más peligroso para quienes siempre creyeron que la moral pública se administraba desde arriba.

Porque cuando el pueblo aprende a señalar sin pedir permiso,
cuando el clavo empieza a hablar,
ni el martillo duerme tranquilo.